Escuchando una charla de la filósofa Adela Cortina sobre la aporofobia o «rechazo al pobre», no puedo dejar de imaginarme cómo sería una educación planteada desde una perspectiva de valores y diseñada por una serie de intelectuales (filósofos, pedagogos, sociólogos, etc.) que pudiéramos considerar de referencia. ¿Cómo cambiaría la sociedad? ¿Cuánto podríamos avanzar en derechos humanos, justicia social, etc.?
Parto de la base de que el cerebro es maleable y que —a pesar de nuestra herencia genética— podemos forjar nuestro propio carácter y cambiar nuestras propias inclinaciones a través de las experiencias y de cómo las interpretamos. También es cierto que nuestras creencias dependen tanto de nosotros como de nuestras circunstancias y de nuestro entorno y por ende, de la sociedad en la que vivimos. Y es lógico pensar que nuestras actitudes y nuestro modo de comportarnos sigan el patrón dictado por nuestras creencias, conscientes o no. De esta plasticidad del cerebro y de la importancia del entorno parte la confianza en la educación como una potente herramienta para modelar tendencias y comportamientos sociales, haciendo hincapié en ciertos valores a través del sistema educativo.
Escuchando esta charla —y muchas otras— no puedo sino estar de acuerdo con la filósofa en que valores como la inclusión (frente a la aporofobia) han de estar promovidos en el sistema educativo. Mi confusión llega cuando, al tiempo, escucho otra charla o leo otro artículo en el que aparece otro valor a incluir en los que deben ser inculcados durante el proceso educativo. Y luego otro y otro… Y todos pueden parecerme (o parecernos) igualmente importantes, válidos y necesarios: solidaridad, tolerancia, sentido de la justicia, emprendimiento, autonomía personal, asertividad…
La confusión, como decía, aparece cuando emerge la necesidad de decidir qué valores y en qué medida (importancia) han de fomentarse en la educación. Me imagino a un consejo de sabias y sabios esforzándose por llegar a un consenso y crear una fórmula mágica que nos ayude a modelar la sociedad de nuestros mejores sueños. Pero, ¿por qué esa sociedad y no otra? ¿quién y desde qué condicionantes sociales ha elegido esa sociedad? Porque esas sabias y sabios también tendrán sus condicionantes sociales que habrán adquirido previamente —sus creencias— y que no tienen porqué ser valores universales. Porque al fin y al cabo, todas somos, en cierta medida, el resultado del impacto de una sociedad, a través sus relaciones, sobre nuestro moldeable cerebro.
Pongo un ejemplo para ver cómo las creencias dependen de la época, entre otras variables. Hace apenas 30 años, a (muy) pocos se les ocurría educar a los adolescentes para que aceptaran con naturalidad sus propias tendencias sexuales y las de sus compañeras y compañeros. Puedes encontrar muchos ejemplos relativos también a la dependencia del país, la cultura, la clase social, la familia, etc. Evidentemente un planteamiento podría ser que esos valores que hay que transmitir serían los comunes de la época, el país, la cultura… y aún dando esto por válido me surge la duda de si realmente esta estrategia nos llevaría a donde queremos ir. Y si hay alguna forma de tener claro hacia donde queremos ir todas. O al menos la gran mayoría.
Y no quiero que me malinterpretes, no es que vea mal esta aproximación a trabajar en pos de una sociedad más humana, no es el caso. Pero sí que echo en falta la confianza en el individuo, en su parte más auténtica y en la regulación social a través de las propias interacciones entre estos individuos más auténticos. Con auténticos me refiero a conectados con sus sensaciones, instintos, necesidades, deseos, sentimientos, ilusiones… con sus cuerpos y con sus almas. Me confunde tanta necesidad de inculcar ciertos valores cuando la misma sociedad ejerce una potente presión para reprimir impulsos que son la base natural de esos mismos valores que intenta enseñar. Me refiero aquí, por ejemplo, al esfuerzo social por despreciar la sensibilidad hacia el estado emocional del otro (como debilidad) cuando es imprescindible para sentir empatía y que surja en nosotros una sincera solidaridad. O a la constantemente reprimida curiosidad, necesaria como impulso para conocer al otro antes que juzgarlo con antelación basándonos en prejuicios (conocimientos previos no contrastados). ¿No es mejor sentir curiosidad y acercarse al otro con el corazón abierto para poder empatizar y saber qué necesita, que hacerlo porque nos han dicho que hay que hacerlo? Tampoco me voy a extender, pero dejo en el aire una pregunta: ¿ha sido la represión de la sexualidad históricamente una buena estrategia social? ¿Y respecto al propio individuo?
Soy consciente de que ciertos impulsos parecen interferir en el buen funcionamiento de nuestras relaciones porque son egoístas o directamente nocivos. No digo que en algunos casos no lo sean, pero si vamos al origen mismo de éstos: ¿no son solo impulsos de vida? Y en muchos casos puede que estén detrás de unas necesidades no cubiertas, bien por inconsciencia —por falta de conexión con una misma— o bien porque son frustradas por la sociedad o por otros individuos. Pongo como ejemplo que si en una reunión no se tiene en cuenta mi necesidad de ser escuchado y se me interrumpe constantemente abusando de la autoridad, puedo reaccionar con enfado o desinterés —entre otras opciones— y boicotear lo que allí se esté intentando solucionar sin que aparentemente tenga motivo alguno para hacerlo. Los obstáculos en este tipo de interacciones son trabajados desde esta perspectiva por técnicas como la Comunicación No Violenta (CNV) de Marshall Rosenberg. También puede darse el caso de una desatención de nuestras necesidades de forma inconsciente: si no atiendo a mis necesidades corporales y trabajo sin descanso y sin alimentarme, puedo resultar desagradable con mis compañeros porque mi cuerpo está sometido a un estrés que no controlo por que no lo reconozco. En este caso es muy interesante trabajar desde el enfoque terapéutico de la Gestalt, donde cerrar el ciclo de la experiencia y satisfacer nuestras necesidades de forma autónoma es uno de sus ejes.
Quisiera abundar un poco más en el tema. No es extraño que recibamos de nuestro entorno social mensajes cruzados —e incluso opuestos— sobre cómo hemos de comportarnos. Esta disonancia aumenta la presión que ya de por si solemos ejercer sobre nosotras mismas en busca de la perfección, de ajustarnos al modelo ideal que tenemos de nosotras mismas. Sólo hace falta echar un vistazo a las citas que colgamos de nuestras biografías en las redes sociales, los mensajes que recibimos de las instituciones, etc. Hemos de ser solidarios y hemos de comprar barato porque no somos tontos. Hemos de esforzarnos y trabajar duro (en algo que probablemente no nos satisfaga) y hemos de mostrar lo que disfrutamos de la vida (como si siempre estuviéramos disfrutando). Tenemos que ser un esforzado trabajador y a la vez un hedonista indolente. Y podría seguir.
Mi idea con este escrito es reflexionar sobre la importancia de poner sobre la mesa la variable de la autenticidad dentro de la ecuación que involucra al comportamiento social y a la educación en valores. Creo que un valor adquirido en la libertad de ser yo mismo y en la experiencia directa de mis relaciones con los demás —otros yo mismo—, va a ser mucho más estable y no va a causar una frustración generadora de tensión interior, poco saludable a medio–largo plazo. Pero esta es, a su vez, mi creencia.
Lo que me resulta más interesante es que esto abre la puerta a una serie de cambios paradigmáticos que conciernen a cómo vemos nuestra relación con la vocación, el trabajo, la aportación a la sociedad, las relaciones, etc. Y siento que ya es momento de plantearnos claramente estas cuestiones troncales de la vida, tanto a nivel individual como social.