La libertad a la vuelta de la esquina

La libertad es un concepto presente a menudo en las conversaciones casuales y en los medios de comunicación, así como en el discurso de intelectuales, artistas, políticos, filósofos, líderes espirituales, etc. Pero, ¿nos referimos todos a lo mismo cuando hablamos de libertad? Tengo mis sospechas de que la respuesta es un no. En realidad me temo que ocurre como con otros conceptos paradójicamente universales como el amor, la espiritualidad o incluso emociones como el miedo o el dolor: solemos creer que hablamos de lo mismo, pero no siempre es así.

Creo que hay distintos niveles de significado para cada uno de estos conceptos y que unos son más populares que otros. Los medios de comunicación —la publicidad sobretodo— irrumpen en nuestras consciencias para inocularnos una idea concreta de qué es la libertad —o el amor, o la amistad— y hacerla pasar como universal. Y lo más importante: asociarla a un producto o servicio. Pero también ejercemos esta influencia y esta presión social unas a otras, eligiendo de qué hablamos y de qué no hablamos, qué nombramos y qué dejamos sin nombre. Asociar la libertad a emociones o estados anímicos como la (escurridiza) felicidad es una forma de construir el edificio de los valores comunes, un tipo de ladrillo o de cemento con el que unir las piezas de aquello que es terreno común. Pero no es la única.

Decidiendo, que es gerundio

En una sociedad en la que solemos tener gran cantidad de opciones en todo lo relativo al consumo material y de servicios, es fácil saturarse y llegar a un punto donde nuestro poder de decisión se agota y nos quedamos bloqueados. Como en todo, algunas personas somos más sensibles que otras a esta presión y llegamos con más facilidad a ese momento de incapacidad de decisión. En mi caso me ayuda mucho reducir la cantidad de opciones en las cosas que considero menos importantes en mi vida. El minimalismo, el esencialismo y su visión del menos es más me funciona bien en bastantes áreas de mi vida. Pero, ¿qué ocurre con las decisiones realmente importantes, vitales?

El tipo de trabajo que quiero, el tipo de relación sentimental o amorosa en la que quiero estar, cómo decido alimentarme, dónde vivo… la forma en la que quiero vivir mi vida, básicamente. Siento que también se ha ido ampliando el espectro de posibilidades en nuestra sociedad, pero no sé si estamos lo suficientemente preparados para ello. Al menos yo no lo estoy del todo. Me refiero a que el coste de algunas elecciones es mucho mayor que el de otras. El coste emocional y social. No todas las opciones tienen la visibilidad y/o vienen con la aceptación del entorno que necesitamos para sentirnos cómodos con ellas. El resultado es que para asumirlas debemos salir de nuestro refugio, nuestra zona de confort y exponernos al mundo. Una exposición maximizada por un mundo tan hiperconectado como el nuestro.

Gurús, tribus y autoestima

¿Cómo enfrentarme a ese coste social? Creo que lo hacemos de tres formas: buscando una tribu afín, un gurú o trabajando nuestra autoestima y autoapoyo. O una combinación de las tres, realmente. Hace unas décadas, la tribu era tu entorno cercano y la mayoría teníamos pocas opciones de elegirla, sobretodo si nuestra autoestima no estaba muy desarrollada —como era mi caso—. Autoridades y gurús siempre han existido y siguen existiendo. Quizás las influencers sean ahora la versión más actualizada. Trabajar en nuestro desarrollo personal es condición indispensable, según mi experiencia. Y la pregunta sigue en el aire… ¿dónde está realmente nuestra libertad?

En toda época han existido las religiones, corrientes, gurús, etc. que nos han dicho qué teníamos que pensar, cuales tenían que ser nuestros valores, cuales eran las decisiones vitales correctas. Respecto a Dios, a la organización social, al sexo, a la valoración de ciertos comportamientos, etc. Siento que ahora estamos desgarrados interiormente entre abrazar nuestra libertad y volver a depositar nuestra responsabilidad de decisión en otras manos, en otras conciencias. Lo bueno: ahora tenemos muchas herramientas para trabajar nuestra madurez como individuos y para encontrar esas tribus donde reforzar nuestras decisiones. Y para dejar de depositar nuestra confianza en una autoridad que no nos convence, o para no comulgar con todas sus posturas. Lo importante para mí: estar en contacto con mis necesidades y deseos más íntimos y decidir desde ahí. Después ya puedo buscar el entorno más favorable, la mejor compañía para mi viaje.

La influencia y la duda

El reverso es dejarme llevar, poner mi responsabilidad de decisión en los miles —o millones— de influencers o gurús que tienen una idea exacta de lo que me conviene, de qué ropa me debo poner, de qué dieta debo seguir, de a qué hora me tengo que levantar, de cómo debo vivir mis relaciones, de qué debo pensar de la vida y de la existencia o no de un Dios u entidad todopoderosa, etc. 

No es que vea nada inherentemente malo en esto, creo que hay personas que tienen una experiencia de vida de la que merece la pena aprovecharse, e incluso gente con mucha sabiduría. Para mí el problema está cuando no soy capaz de estar cómodo en tierra de nadie, cuando no soy capaz de mantenerme un tiempo en la duda, en la crisis, a la espera de una nueva respuesta, de una nueva visión sobre algún tema troncal de mi vida. Porque esa incapacidad me coloca en un lugar de extrema fragilidad, donde dependo de la tendencia de turno, del gurú que en ese momento me fascine. Y si consigo salir de la órbita de uno voy a ir a parar directamente a otro sin previa digestión.

Muchas personas parece que sabemos qué es lo mejor para los demás y nos comunicamos con una rotundidad que deja al resto de opciones anuladas, como si el mero hecho de planteárselas sea absurdo. Yo estoy tanto de un lado como del otro: dejándome llevar o queriendo llevar a otros. Si descubro algo que me funciona, me entusiasmo y lo quiero compartir. En principio nada que objetar: es natural querer compartir algo cuando estás apasionado y convencido de que funciona. El problema es no tener en cuenta que no todas somos iguales, que lo que me funciona a mí no tiene por qué funcionarte a ti. Y que, en última instancia, lo que nos funciona hoy puede dejarnos de funcionar mañana. Y de que, aunque les pese a muchos, las verdades absolutas —si existen— no están al alcance de simples mortales.

La libertad no es cómoda, pero merece el esfuerzo

Me fascina el hecho de que por alguna extraña razón —quizás pereza, quizás miedo— buscamos reducir la vida a verdades absolutas que se puedan aplicar a todo el mundo y en todos los contextos por igual. Y aunque la idea de que esas verdades existan parece producirnos satisfacción, su infructuosa búsqueda nos genera gran frustración e infelicidad. La realidad es tozuda y me demuestra a cada instante que no hay clavo al que aferrarme eternamente. La libertad no es cómoda, desde luego, requiere un esfuerzo importante, pero es fuente última de verdadera satisfacción y autoconocimiento.

Para mí es de vital importancia la existencia de santuarios u oasis interiores donde pararme a contactar conmigo mismo, a sentir si lo que estoy haciendo es lo que quiero hacer; a reflexionar con calma, alejado de la vorágine, sobre qué significan las cosas que me pasan. Porque la única libertad que conozco está alejada de los millones de opciones a la hora de comprar o de las muchas posibilidades vacías de contenido significativo para mí. Y aquí tampoco me sirve aplicar el minimalismo si no tengo un criterio claro y propio. La verdadera libertad, para mí, está imbricada en la profunda importancia de lo que hay en juego. Y su coste es romper el vínculo que me une al mundo, para volver a crearlo de nuevo, fresco, adaptado a mi nueva forma, en eterno cambio.

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