Llevo una semana en la que apenas he tenido tiempo ni disposición para sentarme delante del ordenador y escribir un texto que publicar hoy viernes, como acostumbro desde hace semanas. Tengo un artículo guardado para más adelante, pero quiero hacer un intento —un punto desesperado— por crear algo en un par de horas, sin apenas editarlo. Y digo esto porque mi proceso de escritura suele ser el de tomar una idea y escribir sin muchas limitaciones, lo más fluido que pueda, sin volver atrás para corregir ni retocar lo plasmado. Al día siguiente lo leo y voy cambiando cosas sobre la marcha y —sobretodo— voy viendo la estructura y eliminando, cambiando de lugar o añadiendo párrafos enteros según veo que aportan o sobran a la idea que quiero transmitir. Y así desde el lunes al viernes, día en el que hago una rápida edición, corrijo, añado enlaces —si corresponde— y publico.
Hoy va a ser distinto, puesto que no voy a tener tiempo —o apenas— para revisar lo escrito. Y además voy a ir descubriendo el contenido de mi escrito mientras lo escribo, porque aún no lo tengo claro. Pienso en qué es lo que me ha motivado a retomar la redacción de entradas. Y me arrepiento de haber decidido dejar bastante amplio y abierto el contenido y los temas a tratar. «Será mejor para comenzar, para ir buscando mi estilo, mi voz y más adelante decidir enfocarme en un tema más específico». Eso pensé, iluso de mí.
Pero volviendo a la pregunta que indaga sobre el sentido de este blog. En primer lugar fue la idea de darle una continuación al proceso de escribir, que me encanta pero que siempre llega a un punto en el que el entusiasmo cesa por la falta de propósito. Ese era el obstáculo insalvable que me proponía superar retomando la publicación de contenido y marcándome una frecuencia semanal: cada viernes una entrada, sí o sí. Pero detrás de esa razón se esconde otra más profunda, sin duda. Mi necesidad de expresarme, de comunicar ideas y reflexiones, experiencias, retales de mi vida, epifanías… ¡qué se yo!
Y el asunto es que me encuentro ahora cara a la pantalla y el teclado —sí, necesito mirar donde pongo los dedos— sin saber muy bien sobre qué escribir, pero escribiendo. Y eso es algo que recomiendan hacer cuando se tiene un bloqueo creativo. Así que quizás voy bien. Y digo quizás, porque nunca sé dónde me va a llevar una decisión, una acción, un impulso que decido seguir. Y eso es parte —también— del proceso creativo: el riesgo. Sin correr riesgos puedo sobrevivir pero no puedo vivir, no me puedo sentir vivo. En todo caso es imposible no tomar riesgos, porque la vida en este planeta es un riesgo en sí misma, así de maravillosa y sorprendente es. Más bien, lo que hacemos es no asumir el riesgo. Y nos quedamos a medio camino entre lo asombroso y lo mediocre. Lo asombroso está ahí, pero no lo vemos. ¡Qué triste!
A estas alturas estoy contento. No tenía nada de que hablar pero he conseguido hilar cuatro párrafos e incluso sorprenderme de todo aquello que acude cuando me decido a escribir salga lo que salga y asumo el riesgo del desastre y el fracaso. No es que me esté saliendo un texto sublime que vaya a trascender el actual sentido de mi vida, pero me va a dar tiempo de acabarlo y repasarlo; pulirlo un poco. Y este sentido del humor que asoma es una bendición tras el pequeño momento de angustia. ¡Qué misteriosa es la vida y qué poco la dejo que me sorprenda!
Espero que tengáis buen día y os animo a escribir, dibujar, tocar un instrumento, pasear… aunque no sepáis que contar, que representar, que expresar ni donde ir. Estoy seguro que la vida os dará alcance mientras estáis absortos en vuestro fluir mucho más fácil que si os afanáis en encontrarla. ¡Ojalá nos dejáramos sorprender por ella más a menudo!